No voy a hablar sobre el posible “uso problemático de drogas” del presidente de la república.
Ya lo hizo su excanciller y ya lo hizo también su ministro del interior. No voy a repetir aquí esas insinuaciones, esos señalamientos que, aunque seguramente ciertos, vienen de intrigantes oscurísimos. Ya los investigó María Jimena Duzán, cuya carta sirvió para reforzar las sospechas de muchos, los rumores que muchos ya habíamos oído.
No voy a hablar de esa carta altanera, desleal y mal escrita que publicó Leyva, y cuyo mérito más atroz es que no dice nada nuevo; sólo repite lo ya sabido, sólo señala lo evidente.
Ya a todos nos ha quedado claro, o nos va quedando claro, quién es la persona que nos gobierna, quiénes lo rodean y lo han rodeado, y quiénes lo acechan y lo chantajean dentro de su propio gobierno (que es suyo, sí, pero que padecemos todos).
No voy a hablar, tampoco, de ese disfraz de “alocución” con el que el presidente, una vez más, desacató una orden judicial, ni de ese disfraz nuevo que el presidente se ha puesto y con el que parece querer imitar a su ministro del interior (¿síndrome de Estocolmo?).
No voy a hablar de las mentiras, esos otros disfraces, que usa su gobierno para tapar su ineficiencia y su corrupción.
O sí.
Este 19 de abril, el día de su cumpleaños 65, el presidente nos excusó a todos del gesto que sí hizo el año pasado de decretar un día cívico para celebrarse. Lo celebraron, eso sí, algunos funcionarios lambones y el sistema de medios públicos.
Lo que sí hizo en su cumpleaños fue recordar a Jaime Bateman (a quien antes había comparado con Benedetti) para decir: “No he dejado de cuidar mi coherencia. Bateman decía que el pueblo puede perdonar los errores, pero jamás perdonará la incoherencia”.
El mensaje acompañaba un video de 1997, publicado por Señal Memoria (el archivo del sistema de medios públicos que controla Hollman Morris), en el que un joven Gustavo Petro habla sobre el petróleo. Desde entonces, lo oponía a la humanidad y a la biodiversidad.
Me llamó la atención que el presidente dijera que siempre ha cuidado su coherencia, como quien cuida a una mascota, y que se llamara a sí mismo coherente por seguir diciendo lo mismo, y por seguir hablando así, y pensando así.
Al igual que uno de nuestros expresidentes y que mi compañero de podcast, no creo que la coherencia sea un valor absoluto. Creo que uno puede cambiar de opinión y que uno puede cambiar la forma como piensa. Sobre todo, entre personas que tienen que resolver problemas del mundo real con recursos limitados (como un presidente, o como me imagino que debe ser un presidente), es importante poder adaptarse y aceptar que, a veces, uno tiene que escoger lo que nunca pensó que iba a escoger y contradecir lo que uno defendió hace años.
Con esto no quiero decir que la coherencia no sea importante. La coherencia organiza un sistema moral y sirve para crear una jerarquía de los valores. Sirve para establecer qué es lo bueno para una persona, cuál idea del bien va a perseguir, y cómo va a alcanzarla.
La coherencia, entonces, tiene que ver no sólo con la moral, sino también con la razón práctica, con la forma de pensar y de hablar. Sirve para disciplinar el pensamiento y el discurso, para unir ideas, para argumentar y para usar las palabras de forma correcta y sincera.
Por eso, cuando un presidente dice que la coherencia es uno de sus valores más importantes, y dice que es, digamos, uno de sus compromisos más antiguos, vale la pena preguntarse de qué está hablando (¿valdrá en serio la pena?).
Creo que, por lo que deja ver el video, el presidente llama coherencia a seguir siendo fiel a dos obsesiones: el petróleo como muerte y la protección de la biodiversidad. (Supongo que la obsesión por la protección de la vida le habrá venido después de su desmovilización).
Me imagino que llama coherencia, también, a esa forma de pensar que sigue teniendo: con falsas dicotomías, sin matices y saltando a las conclusiones, e intercalando la pose de falso erudito (“el petróleo era la riqueza del siglo XIX”, que no) con la de profeta cursi y vano (“la biodiversidad será la riqueza del siglo XXI”).
Y es curioso que un presidente cuyo rasgo más prevalente es, precisamente, la incoherencia reclame la idea de coherencia para reivindicarse o para justificarse.
El hecho de que el presidente tenga obsesiones persistentes (el petróleo, los nazis, las mariposas amarillas, el M-19, la espada de Bolívar) no lo hace coherente.
Estar obsesionado con algo no significa, necesariamente, ser coherente.
Una forma sencilla de medir la coherencia del presidente es considerar si hace lo que dice, y de ver, también, si lo que dice es coherente: es ver, entonces, si hay relación entre sus discursos y su gobierno, y leer sus palabras para entender qué dicen.
Ponerse en ese lugar intermedio entre las palabras y los hechos es, ya, someter al presidente y al gobierno a un examen de utilidad que parte de la premisa de que las promesas y las palabras no importan mucho si no se traducen en hechos.
Durante la campaña de 2018, el hoy presidente se paró al lado de Antanas Mockus y de Claudia López. Con Mockus, ese gran creyente en los símbolos (incluso los que no son huecos), el presidente hizo una serie de promesas.
Mockus ofició una ceremonia medio religiosa, una especie de responso, en el que le preguntaba al hoy presidente si se comprometía a hacer o a no hacer una serie de cosas.
Mockus preguntaba y Petro respondía.
Esos compromisos –doce, en total– los grabaron en unas tablas que parecían ser una copia en mármol de las tablas de Moisés, pero que hoy se ven, más bien, como tristes lápidas de la ingenuidad y de la impavidez de mucha gente.
(Supongo que, aunque entonces lo prometió, el presidente no las tiene en su oficina).
Pero ¿a qué se comprometió el presidente? A no expropiar, a no convocar una Asamblea Constituyente, a manejar los recursos públicos “como recursos sagrados” y a mantener la disciplina fiscal. A impulsar el trabajo decente, la iniciativa privada, el emprendimiento y la formalización de la economía. A garantizar la democracia pluralista, a respetar el Estado Social de Derecho y la independencia de las ramas del poder público.
Se comprometió, también, a cumplir con el acuerdo de paz de 2016, a nombrar a los más capaces, a garantizar la igualdad de género, a impulsar el tránsito (“ordenado”) a las energías limpias, a mejorar la educación pública y a luchar contra la corrupción.
Antes de que algunos leguleyos digan que esas promesas sólo eran vinculantes en 2018, espero que se detengan y que consideren las consecuencias de lo que están justificando y de lo que romper unas promesas como esas implica en cualquier momento.
Pero bueno: lo cierto es que el presidente y su gobierno han roto o amenazado con romper cada uno de esos compromisos que reformularon, pero nunca revocaron, durante la campaña de 2022 (con sus promesas de lucha contra la corrupción, de empleo a doctores y con esa máscara que se puso el presidente de ser la “opción institucional”).
Ahora, el presidente habla de que no quiere reelegirse pero que va a volver a la presidencia cuando el pueblo haga una revolución. Ahora insulta al Congreso y desacata a las cortes. Ahora estigmatiza, intimida y persigue a opositores y a periodistas. Desfinanció la educación y la ciencia. Destruyó el sistema de salud.
Ahora gobierna con lo peor, con lo más oscuro y lo más mediocre de la clase política, con advenedizos nuevos y viejos: con personas, con cada vez más poder, que lo tienen chantajeado (según la vicepresidente, el excanciller y Julio Sánchez Cristo).
Mientras tanto, el presidente sigue diciendo y escribiendo incoherencias, discursos larguísimos y deshilvanados que muestran a una persona no sólo alejada de la realidad y de los desafíos reales del país, sino de su propio gobierno. En una especie de desdoblamiento, el discurso del presidente va por un lado (o por muchos lados) y la realidad, la terrible realidad de su gobierno y que su gobierno ha creado o empeorado, va por otro.
Y, aunque el gran tema de este gobierno haya sido su incoherencia, algunos intentarán hacer maromas para defender lo que antes, en otros gobiernos y con otros presidentes, habrían considerado inaceptable, y seguirán creyéndose el cuento de que este presidente cuida, como quiso Bateman, su coherencia.
Al principio del gobierno, la apuesta parecía ser usar a corruptos y manzanillos para hacer el cambio. Pero ya se van descubriendo las costuras de las máscaras, los malos arreglos y los disfraces. Y lo que ocurrió, al final, fue que los corruptos y los manzanillos usaron los símbolos y la retórica del cambio para seguir haciendo lo de siempre.
Más que las incoherencias del discurso y de la mente del presidente, y más que su insoportable frivolidad, tal vez esa haya sido su mayor incoherencia y su peor traición.
Pero las encuestas han probado que Bateman estaba equivocado; por lo menos el 35% de la gente perdona la incoherencia.
Y también la corrupción, y las mentiras, y los errores.